EL ARCO DE ODISEO, Un mundo en guerra, por Marcos Muelas
Durante la Segunda Guerra Mundial, poderosos políticos se empeñaron en redibujar los límites de las fronteras. En ambos bandos podíamos encontrar a un puñado de hombres cuyo poder les otorgaba la capacidad de definir el futuro de millones de personas. Algunos demostraron ser brillantes, otros simplemente eran tiranos que, ebrios de poder, acabaron estrellándose contra el muro de la justicia o, incapaces de detener la maquinaria que habían creado, cayeron en el abismo arrastrando a sus naciones.
Y es que, al igual que hoy día, no hacía falta ser un buen político para que las masas te siguieran de forma incondicional. Bastaba con saber mentir o incentivar a la nación, buscar tus instintos más deplorables o simplemente dar dirección a ese odio que arrastraban desde hacía años.
Hablamos de políticos, que sin haber pisado jamás un campo de batalla ni escuela militar, se vistieron de generales afianzando sus guerreras con galones y medallas autoimpuestas sin ningún mérito. Atila, Alejandro Magno, Napoleón o el valiente Leónidas, pasaron a la historia no sólo por ser grandes estrategas militares. Estos históricos líderes dirigieron a sus tropas personalmente, a menudo encabezando las temidas batallas. La grandeza de sus enfrentamientos, tanto en la victoria como en la derrota, multiplicaban su mérito, ya que estos generales luchaban, sangraban y en ocasiones, morían junto a sus hombres. Y tenía todo el sentido del mundo. ¿Por qué si no debería un soldado acudir a la batalla en nombre de un general o rey al que jamás había visto en persona?
Pero, todo esto cambió con los años. En todas las guerras de los últimos siglos no hubo ningún rey o político que se pusiera al frente de sus ejércitos dispuesto a morir entre sus hombres. No, las cabezas pensantes, a menudo tiranuelos ambiciosos, declararon la guerra sentenciado las vidas de millones de hombres, mujeres y niños sin conocer el olor de la sangre. Ni siquiera los generales, aparte del impredecible Patton y otras viejas glorias, dirigían ya las tropas. Estos planificaban las estrategias militares sentados detrás de un cómodo y seguro escritorio, a una prudente distancia donde no llegaría a salpicarles la sangre.
Con qué facilidad se puede enviar a la muerte a inocentes tropas formadas por muchachos cuyos rostros no han visto jamás. ¿Habrá acaso remordimientos en estos líderes cuando les lleguen los listados de los caídos entre sus filas? ¿Tomarían decisiones más meditadas si estuvieran obligados a visitar a las viudas y huérfanos de sus hombres?
Y volviendo a los reyes, tiranos y presidentes, que contemplan la guerra desde la seguridad de sus bunkers. Estos viven rodeados de altas medidas de protección como si sus vidas valieran más que las de los millones de personas que mueren en el campo de batalla. Al final de la guerra, Hitler ordenó defender el perímetro de su bunker, textualmente, hasta el último hombre, mujer y niño alemán. Apeló al valor de su aniquilada nación para que lucharan por él. A cambio, él, acabó suicidándose cobardemente para huir de sus cuentas pendientes. Y Hitler no estaba solo. Tanto Goebbels, su genio propagandista, como el místico Himmler, se paseaban con sus galas militares sin haber pisado jamás un campo de batalla.
Saddam escapó de sus delitos en los años noventa escudándose tras los cadáveres de su pueblo. Y se ve que no aprendió la lección, volviendo a meterse en problemas años después. En ambas ocasiones pidió el sacrificio de su nación para protegerse de las tropas enemigas. De nuevo lanzó a sus tropas a una muerte segura mientras él trataba de huir. Finalmente fue encontrado escondido en un agujero.
Y una vez más, sin haber aprendido nada de pasados errores, nuevos tiranos se agolpan para recoger el testigo de estos monstruos. Sin querer reconocerlo nos encontramos a las puertas de un nuevo conflicto mundial. Los inocentes morirán en el fuego cruzado y los más afortunados, ajenos a la guerra, apenas dedicarán atención a las noticias que hablen de ello.
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