CRONOPIOS. Encuentro con Verónica, por Rafael Hortal



 
 

El libro Verónica, biografía de una mirona ya se estaba publicitando en las redes sociales. Tenía buena acogida de público tanto en las peticiones de libro físico bajo demanda como en formato de descarga digital. Yo estaba contento con el resultado, era la primera vez que escribía las memorias de alguien. En la portada figuraba como autora Verónica Ver, que era el seudónimo de ella, la protagonista que atraía todo el morbo al querer conocer su verdadera identidad, ver su cara, como sucede con Banksy, el icono del grafiti al que nadie conoce. Mi nombre no aparecía por ninguna parte en el libro, eso fue lo acordado. Hablé varias veces con ella por teléfono; nuestro contrato verbal había terminado, pero seguía teniendo interés por ella. Le había dicho muchas veces que me gustaba su cadencia y tono de voz, era tan especial que cautivaba, y por supuesto me gustaba lo que contaba, sus historias eróticas tan explícitas y sin ruborizarse, suponía.

Le propuse un plan: quedar para charlar y que me trajera un libro dedicado, aunque su firma fuera tan falsa como su nombre. Lo pondría en la estantería, justo en medio entre mis propios libros y los libros dedicados por sus autores. Al fin y al cabo, la historia era de ella y la forma de escribirlo mía. Le dije que el acuerdo de no verla lo respetaría, pero quería escuchar su voz directamente, sin teléfonos por medio.

A la semana siguiente me llamó para proponerme un encuentro presencial, pero tenía que aceptar sus condiciones; coincidiríamos en un concurso de disfraces con temática libre, que organizaban en las fiestas patronales de un pueblo de Valencia. Acepté.


Me presenté una hora antes de lo acordado, disfrazado de hippie con pelo largo. Me situé en una mesa de la terraza de verano, frente a la entrada, para observar a todos, intentando adivinar quién sería ella. A la hora acordada entró una mujer en el recinto ferial llamando la atención porque iba disfrazada de demonia sexy con cuernos y antifaz, llevaba el libro en la mano. Me acerqué a ella y me presenté:

—Hola, Verónica, soy tu “negro”.

—¿Negro? Pero vas de hippie blanco. Perdona, pero no soy Verónica, sólo hago el encargo de darle este libro a la persona que me lo pidiera. —Estiró el brazo y me lo dio.

—Gracias. ¿Sabes dónde está Verónica?

—No sé quién es Verónica, ha sido un hombre el que me ha pedido el favor de que entre con el libro. —Se marchó hacia un grupo de amigos.

Es lo que menos me esperaba. Miré la dedicatoria: “Para el conocedor de casi todos mis secretos. VV”. Regresé a la mesa para terminar mi cerveza y hojear el libro por si había algún mensaje en su interior. Una persona disfrazada de un supuesto hombre de hojalata, que estaba en la mesa de al lado, me preguntó:

—¿Ese libro es bueno?

—¡Verónica!

—Hola, mi escritor favorito. 

—Tu voz singular te delata, pero me temo que envuelta en ese acolchado traje de aluminio y con la máscara, me quedaré con las ganas de conocerte.

—Lo siento, pero sí podemos hablar de lo que quieras… y sin teléfonos.

—¿Vives cerca?

—Ja, ja, ja. ¿Qué más da? Me gustan estas fiestas de disfraces, porque nadie me reconoce, puedo observar a la gente y hacer fotos sin levantar sospechas.

—Los voyeurs tenéis preferencias por ver cuerpos desnudos. Dime cómo continuaría la lista de prioridades. Por ejemplo: ¿te gusta ver a hombres-máquina, como Robo Cop? ¿Hombres-animales, como los de La isla del doctor Moreau?

—No puedo hablar por los demás. A mí me gusta ver parejas follando, y si están buenos, mejor. Todo lo demás forma parte de la curiosidad, me gusta verlo, pero no me excita. Por ejemplo, la chica que te ha dado el libro va muy sexy y podría fantasear al imaginármela desnuda.



Banksy. Boys and Shower.





—¿La conoces?

—En absoluto. Ha sido mi marido quien le ha hecho el encargo del libro.

—Esa parte no me la has contado. Me dijiste que te casaste, pero no sé nada más de tu vida.

—Está por allí, el espantapájaros —señaló hacia el escenario—. Nos llevamos muy bien porque tenemos los mismos gustos… y trabajos.

—¿Quieres que hagamos la segunda parte de Verónica, biografía de una mirona

—No. Te contaré lo que quieras, pero con este libro tengo suficiente. Déjamelo, que la dedicatoria ha quedado un poco sosa.

Se repintó los gruesos labios de rojo fuego, se los relamió y besó junto a la dedicatoria. Su boca quedó impresa para siempre. Fue un bonito detalle, aunque me hubiese gustado ver su cara completa cuando besaba la página, porque con el antifaz no adivinaba cómo era su rostro ni su pelo ni siquiera el color de los ojos.

—Gracias por el detalle. ¿Cómo conociste a tu marido?

—En la agencia de detectives. Pasamos muchas horas juntos para resolver un caso, y ya te puedes imaginar todo lo que tenemos en común. También es voyeur.

—¿Os lo contáis todo?

—Al principio tuve mis reservas, pero ahora, después de conocer toda su vida, lo mío es un juego de niños. Le he contado casi toda mi vida.

—¿Y por qué no todo?

—Siempre hay que reservar algo, cosas incómodas, vergonzosas, que se irán conmigo a la tumba.

—¿Cuándo se dio cuenta tu marido que era voyeur?

—En la adolescencia, cuando su madre le pilló una colección de dibujos bajo el colchón. Dibujaba a las mujeres desnudas que espiaba a través de las cerraduras, tenía dibujos de las madres de sus amigos y calcaba las siluetas de actrices en las revistas para que aparentaran estar desnudas.

—Ahora con la IA lo tendrá más fácil.

—Eso ya no lo pone cachondo, ahora busca mujeres reales. Una vez un grupo de nudistas que se dieron cuenta que los fotografiaba lo tiraron al agua con la cámara de fotos.

—¿Os calentáis contándoos vuestras historias voyeristas?

—Claro. Una vez que admitimos que los dos somos voyeurs, no nos avergüenza lo que hacemos, y encima follamos como locos cuando describimos con detalle lo que hemos visto y cómo hemos conseguido verlo.

—Anda, cuéntame algo…

—En una ocasión rizamos el rizo del voyerismo. En uno de los trabajos tuvimos que investigar a un hombre por temas de malversación de fondos e infidelidad, su mujer sospechaba que tenía una amante que le sacaba todo el dinero. Lo seguimos día y noche sin encontrar nada hasta que un día hizo senderismo por un espacio natural junto al mar. Lo que vimos tiene explicación, pero en ese momento nos dejó descolocados sin saber qué pasaba.

—Cuéntamelo.

—Lo seguimos a distancia, iba con una mujer y los dos llevaban sus mochilas, no se dieron ni un beso; en un momento dado, la mujer bajó sola a una cala solitaria y él se quedó escondido entre unos matorrales. Tuvimos que cambiar nuestra posición para observarlos a los dos. Ella se desnudó y se tumbó en la toalla cerca del agua, él la miraba desde la ladera con unos prismáticos; a los pocos minutos, dos hombres aparecieron desnudos y se acercaron a ella, comenzaron a acariciarla sin que mostrara resistencia. Uno le abrió las piernas y la penetró, ella gemía sin gritar pidiendo auxilio, por lo que nos quedamos quietos. El otro se situó encima de la cabeza y le introdujo el pene en la boca. Nos dimos cuenta de que nuestro sospechoso se masturbaba con la mano derecha mientras sostenía los prismáticos con la izquierda. Hicieron cambiar a la chica de postura, follaron los tres en distintas posiciones durante un buen rato. Los “asaltantes” se marcharon y nuestro investigado se reunió con ella en la cala. Estaba claro que era una puesta en escena, y que había pagado para que la representaran. Entregamos el informe y las fotos.

—¿Su esposa lo denunció?

—No sabemos cómo termino aquello, pero la esposa no pudo atestiguar que él la engañaba con una amante, sólo le gustaba mirar. 

—Y vosotros también os calentasteis…

—No sólo eso. Igual que los asesinos en serie vuelven al lugar del crimen para saborearlo a posteriori, nosotros volvimos varias veces a esa cala para recordar y follar dentro y fuera del agua.

—¿Qué más alicientes compartís?

—Recorremos muchos locales de intercambio de parejas, nos gusta ver follar a la gente en los reservados, en el jacuzzi y en las camas redondas, así, yendo los dos juntos es más fácil que nos dejen mirar con normalidad.

—Y participar.

—De momento sólo miramos.

—Si os decidís a contar las memorias de un matrimonio mirón, dímelo.

—Lo pensaremos.  


Se despidió de mí con una sonrisa diciéndome que los escritores somos muy observadores y un poco voyeurs. El hombre de hojalata y el espantapájaros se marcharon por el estrecho sendero amarillo del erotismo para descubrir mundos nuevos.






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