ALAS DE MARIPOSA. Estrella, por Gedi Máiquez







A Fran. En recuerdo de Estrella.


La madrugada siempre es el momento en el que me siento más libre. Sin los convencionalismos del día, los pensamientos discurren plácidamente por el cuerpo, aceptándolos sin prejuicios que enturbien la naturaleza para lo que han sido creados. Esa noche, además, el escenario era propicio para la función. La luna llena iluminaba con descaro las nubes que pasaban con sigilo a su alrededor. El movimiento, lento y ondulante del esponjoso nimbo, tenía la intención de acariciar al cuerpo celeste, responsable de millones de promesas sin cumplir y culpable de mi creativo desvelo, por esa tendencia mía a disfrutar de su presencia.

Sentada en la butaca del salón, acariciaba el cuerpecito blanco y suave de quien reposaba en mi regazo. Estrella ronroneaba complaciente al tacto de mis dedos sobre su cuello, sabiendo que en cualquier momento, las caricias terminarían por Real Decreto gatuno. Mientras Estrella decidía si marchar a explorar los sonidos que de momento solo ella percibía o, quedar cual réplica de la diosa egipcia Bastet, yo, seguía hipnotizada por el movimiento de la atmósfera cambiante.

La felina me miró fijamente con sus penetrantes ojos verdes. Ella sabía en todo momento cómo me sentía, era experta en acompañamiento melancólico de primeros auxilios. Con su calmado silencio, siempre aguardaba paciente a que los suspiros se calmasen para poder posar su cuerpo caliente, en el frío corazón de quién se ha sentido herida, pero eso afortunadamente, hacía muchas lunas que pasó.

Ya nadie promete la luna, y menos mal, pensé aliviada. En el tiempo de la posmodernidad que me había tocado vivir, como mucho, el más sagaz de los amantes podría atreverse a regalar una de esas lunas que vende Amazon. Asegurándose de antemano la entrega premium, no fuera que el elegido destinatario del momento, depositase su tránsfuga interés en otro paquete más brillante y novedoso.

En realidad, el asunto del amor de bolsillo no me parecía mal, que conste, si ambas partes compartían la idea del dopamínico usar y tirar de la fugacidad. Aunque, por lo visto en ajeno, más que en propio, creía que el coste emocional que conllevaba la erótica superficialidad de vivir el momento, estaba teniendo un precio elevado. Lo veía reflejado en el anhelo constante de conseguir un ideal, del todo trasnochado, forjado en películas Disney. Donde el primitivo comieron perdices, inculcado durante años a generaciones, convivía forzado con el presente más manido y archi utilizado; fluyamos. Definitivamente, ninguno de esos dos mundos me servía.

La infructífera tarea de entender al mundo quedó en el aire, cuando Estrella, haciendo gala de una elegancia que ya quisiera una para sí, saltó majestuosa hacía la dirección de donde provenía el sonido, que por fín, mis oídos humanos percibían. El ritual que desde hacía años venía realizando, esa noche no iba a ser menos, y así, se plantó delante de la puerta de entrada. Sentada sobre sus cuartos traseros esperó paciente. Mi joven vecino, llegaba a su refugio indemne de los influjos del satélite lunar. Su silencio así lo confirmaba. Solo unas susurrantes palabras mágicas rompieron la calma -Estrella, Estrellita bonita, invocó mi vecino. La contestación de la minina no se hizo esperar. -Grrrrrrr- un gruñido, a todas luces esperado, logró su cometido. La contenida carcajada al otro lado de la puerta confirmó que su relación soportaba los avatares del tiempo.

Mi vecino entró en la vida de Estrella una mañana de domingo. Su poderoso porte acompañaba un rostro de ojos felinos que pusieron a mi gata en alerta. Identificados desde el primer momento como iguales, se retaban con la mirada y se buscaban continuamente, alternando momentos de enfado, dónde ella gruñía hasta terminar marcándolo con sus garras afiladas, a instantes placenteros de caricias ronroneantes en el sofá.

Recordé entonces al filósofo John Gray. En su ensayo, Filosofía felina, hablaba del aristocrático desapego que realizan los gatos para contemplar el mundo siguiendo su naturaleza, algo muy diferente de los humanos que nos pasamos la vida reprimiendo la nuestra [Gray, John. (2020). Filosofía felina. Los gatos y el sentido de la vida, Sexto piso, Madrid, p. 42]. Una filosofía que muestra que los gatos son felices siendo ellos mismos, interactuando con nosotros pero respetando su espacio, queriéndonos a su manera pero nunca abandonando su esencia, buscando la compañía desde la soledad de su naturaleza independiente. Una forma de vida que poco a poco iba calando en la mía.

Era domingo y la michi lo sabía. La visita de nuestro vecino auguraba largas charlas en la cocina, acompañadas de dulce vermut que alimentaría las risas cómplices de quienes, en su observancia gatuna, habían entendido algo de la vida. La certeza del momento presente.

Estrella, rozaba zalamera las piernas de él esperando el chuche dominical. Un puñado de almendras saladas que lamería hasta sacarle brillo. Se miraron, él sonrió y ella contestó… grrrrrrr. Esa era la felicidad.



Comentarios

  1. Maria F.Sánchez9 de junio de 2024, 5:35

    Precioso relato, tierno y conmovedor. Lo dejas abierto a todas las posibilidades y emociones hasta el punto de sentir ese tacto sugerente y felino.
    Gracias por emocionarnos , Gedí.

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