LOS SONIDOS Y EL TIEMPO. Dvorak en América, por GABRIEL LAURET






¿Qué hace un señor como yo en un sitio como éste? Quizás esté exagerando un poco, pero probablemente algo así tuvo que pensar Antonín Dvořák, que ya contaba con 51 años, cuando en septiembre de 1892 viajaba a bordo del vapor “Saale” con destino a Nueva York. Se había resistido reiteradamente a abandonar su Bohemia natal, pero una oferta de 15.000 dólares al año, 25 veces más de lo que ganaba en Praga, había conseguido vencer sus reticencias. Esta oferta que no pudo rechazar provenía de Jeanette Thurber, fundadora del Conservatorio Nacional de América, que le propuso dirigir este centro. Entre sus cometidos debía, por contrato, liberar a los músicos americanos de influencias europeas y ayudarles a establecer su propia identidad artística. En definitiva, tenía que poner las bases para la creación de una nueva música americana.


Dvořák había nacido en una familia humilde y no le había resultado fácil ser un compositor de renombre. Su padre quería que hablara alemán pero su profesor, además de este idioma, le enseñó a tocar el violín y el órgano. Tras graduarse tuvo que actuar con una orquesta en bailes y restaurantes hasta que fue contratado como violista (también tocaba la viola) en el Teatro Provisional. A pesar de haber compuesto sinfonías, óperas y abúndate música de cámara, no fue hasta 1873, ya con 32 años, cuando sus obras comenzaron a ser conocidas. En 1875 se presentó en Viena a una beca de composición para mejorar su precaria condición económica. Para este fin envió una apabullante colección de 15 composiciones, incluidas dos sinfonías y varias oberturas, que impresionaron al jurado. Obtendría la beca en tres ocasiones. El compositor Johannes Brahms, que formaba parte del jurado, se convirtió en su protector y amigo, y le recomendó a su editor, Fritz Simrock. Éste le encargó en 1878 las Danzas Eslavas, que tuvieron tanto éxito como las Danzas Húngaras de Brahms unos años antes. Siguiendo la línea marcada por Bedřich Smetana, los ritmos, las danzas y las canciones de su tierra impregnaban toda su música, que de esta forma alcanzaron las salas de conciertos de todo el mundo. Dvořák poseía además una extraordinaria facilidad para crear maravillosas melodías que envidiaba el propio Brahms. 






Retrato de Antonín Dvořák. 1882

Su prestigio se extendió por Europa, lo que propició numerosos viajes, 8 al Reino Unido entre 1884 y 1891, donde su música era aclamada por el público. Allí se estrenaron numerosas obras del compositor, teniendo especial aceptación sus obras sinfónico-corales, que contaban con un enorme despliegue de medios. El más numeroso fue para la cantata La novia del espectro, que reunió un coro de 500 cantantes y una orquesta de 150 instrumentistas. Además, fue nombrado miembro de honor de la Royal Philharmonic Society y doctor “honoris causa” por la Universidad de Cambridge.


Poco después de su nombramiento como profesor de composición en el Conservatorio de Praga, que daba estabilidad económica a su vida en la que tenía que mantener una familia con seis hijos, recibió la propuesta de la señora Thurber. Dvořák puso como condición que los estudiantes con talento que fueran de raza negra o indios nativos, y que no pudieran permitirse pagar la matrícula, prácticamente todos, fueran admitidos gratuitamente. A través de su asistente, Harry T. Burleigh, conoció los espirituales negros que, en su opinión, debían ser la base para sustentar esta escuela americana, al igual que él insertaba el folclore checo en su música.


La familia de Dvořák pasó el verano de 1893 en Spillville, un pueblecito de cuatrocientos habitantes, la mayoría de origen checo, a más de 1.500 kilómetro, 36 horas en tren, de Nueva York. De allí era su secretario, Josef Kovařík, americano pero hijo de emigrantes checos, que acababa de terminar sus estudios de violín en Praga. Lejos del bullicio de Nueva York y acompañado por sus compatriotas, Dvořák pudo disfrutar en paz del contacto con la naturaleza. Además, conoció a un grupo de indios iroqueses que habitaban en un campamento cercano, escuchó sus cantos y conoció sus instrumentos. La tranquilidad y las vivencias estimularon su creatividad. En sólo tres días esbozó su famoso Cuarteto Americano, que completó en sólo dos semanas, en el que unió las músicas del Viejo y del Nuevo Mundo, y en él podemos escuchar el canto de pájaros autóctonos e, incluso, un tren que avanza imparable por la pradera. Al acabar el verano la familia regresó a Nueva York donde, a finales de ese año, la Orquesta Filarmónica estrenó en el Carnegie Hall la Sinfonía del Nuevo Mundo, completada unos meses antes, con el público totalmente entregado a esta nueva música. 


La aventura americana de Dvořák acabó antes de lo previsto. La crisis económica de 1893 afectó al marido de la señora Thurber, patrocinador del conservatorio, que redujo el salario del compositor. La nostalgia por su patria terminó de convencerlo para regresar a Praga en 1895, aunque en su equipaje viajaba casi terminada la partitura del extraordinario concierto para violonchelo y orquesta.


Dvořák se dedicó en su última etapa a la composición de óperas, porque pensaba que era la forma más adecuada para exaltar el nacionalismo, destacando entre ellas Rusalka, escrita en 1900. Durante sus últimos años de vida recibió numerosos homenajes en su patria. Fue nombrado director del Conservatorio de Praga en 1901 y en abril de 1904 fue el gran y casi único protagonista del primer Festival de Musica Checa. En uno de los actos, setenta y seis asociaciones corales se reunieron para que dieciséis mil voces entonaran el oratorio Santa Ludmila. Pero el compositor, enfermo desde hacía semanas, no pudo escucharlo. No se recuperó y falleció el 1 de mayo a la edad de 62 años.


La estancia de tres años de Antonin Dvořák en Estados Unidos nos ha dejado algunas de las obras más conocidas y personales de la historia de la música. Como profesor, tres años parece un tiempo escaso cuando tienes el reto de crear un nuevo tipo de música. Sin embargo, sus alumnos Goldmark y Marion Cook se convertirían en los profesores de grandes figuras de la música americana como Ellington, Copland y Gershwin, a los que les transmitieron ese peculiar concepto de fusión que Dvorak les había enseñado. 








Ilustraciones musicales:

Antonín Dvorak. Sinfonía nº 9 en mi menor, “Del Nuevo Mundo”. Orquesta Filarmónica Checa. Director: Jiří Bělohlávek


Antonín Dvořák. Cuarteto nº 12 en fa mayor, Op. 96 “Americano”. Cuarteto Prazak.


Antonín Dvorak. Concierto para violonchelo y orquesta en si menor, Op. 104. Yo-Yo Ma, violonchelo. Orquesta Filarmónica Checa. Jiří Bělohlávek, director.




Comentarios

  1. Maravilloso textocomo siempre de Gabriel Lauret.
    Exquisita cultura y esmero en hacernos saber sobre la historia de la música.
    Un orgullo enorme leerle.
    El Oratorio de Ludmila de Dvorak.
    Y esas 16.000 voces para cantar.
    Debió ser espeluznante y apoteósico.
    Y Dvorak no pudo escuchar su propia obra en esa extensión tan enorme.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario