EL ARCO DE ODISEO, Otra vez en Japón IX, por Marcos Muelas.
Cuando éramos niños mi madre nos contaba historias. Historias que en ocasiones parecían inocuas para un infante, pero sin apreciarlo se grababan en mi mente, convirtiéndose en los pilares de mi personalidad. En aquellos tiempos, sin Internet y solo dos canales de televisión, mi madre era Google y Wikipedia para mí. Qué paciencia tenía para aguantar las preguntas que le hacíamos y aun así, para todas ellas tenía respuesta. Quizá ni ella ni nosotros fuéramos conscientes en aquel momento del peso de aquellas historias que quedaban almacenadas en nuestra memoria.
Recuerdo en particular un relato en el que nos hablaba de tierras lejanas en tiempos casi olvidados. Los hombres habían alcanzado la cumbre de su conocimiento. Creían dominar la ciencia y cegados por su propia soberbia creyeron poder rivalizar con Dios.
Decidieron construir una torre, tan alta y resistente que serviría como instrumento para llegar a los cielos. Al dar comienzo a su construcción, Dios decidió castigar su arrogancia. Su voluntad hizo que aquel ejército de sabios y constructores perdieran la capacidad de comunicarse entre ellos. Cada uno comenzó a hablar en un idioma diferente, incomprensible para los demás. Los constructores no entendían las órdenes de los capataces y a estos les pasaba lo mismo con los arquitectos. Sin la posibilidad de poder comunicarse, la torre quedó sin terminar y el castigo divino dio origen a los idiomas del mundo. Así fue como, hace muchas décadas, escuché por primera vez el origen de la Torre de Babel a través de mi madre.
Pero volvamos a nuestro viaje. Estábamos en Kioto, caminando por aquellas estrechas calles, donde lo místico y tradicional iban de la mano. Era nuestra segunda noche en Japón y habíamos hecho reserva en un restaurante muy especial para cenar. Bueno, quizá he usado el plural muy pronto. Como siempre, la planificación cayó en manos de mi Penélope. Siendo honesto, yo ni siquiera sabía dónde íbamos aquella noche. Llegamos a “Kyoto Tempura Ten no Meshi”, en pleno Gion, donde un agradable camarero nos recibió con cordialidad. Nos preguntó de dónde éramos y nos condujo por unas estrechas escaleras de madera al piso superior. Me dije a mi mismo que llevara cuidado con el vino, pues esas empinadas escaleras prometían ser aún más peligrosas a la vuelta. Ya estábamos arriba, allí encontramos un amplio salón donde una barra curva dominaba el lugar. Me llamó la atención que el interior de la barra fuera mucho más amplio que la zona reservada a clientes. En aquel lugar no había mesas, solo la imponente barra con elegantes taburetes. Para mi sorpresa, el camarero anunció a los gritos nuestro país de origen al resto de comensales y camareros. Todas las miradas se posaron sobre nosotros mientras los presentes nos daban la bienvenida en diversas lenguas. Yo saludé tímidamente con la cabeza mientras me sonrojaba por momentos, incomodo ante tanta atención. Nos sentaron en nuestra zona reservada de la barra, junto a lo que recuerdo era un matrimonio americano. Enseguida comenzó el espectáculo. Por el nombre, creí que estábamos en un restaurante de tempura, ya saben, verduras y algún marisco rebozado al estilo japonés. Pero para mi sorpresa el local ofrecía un menú con ternera wagyu, sushi y otra serie de platos exóticos para degustar la mejor cocina japonesa.
El vino corrió mientras extranjeros de todas partes del mundo eran anunciados al entrar al local. La fama del lugar no se quedaba corta. Los presentes habíamos recorrido miles y miles de kilómetros para cenar allí y no fuimos defraudados. Un ejército de cocineros y camareros se afanaban en presentarnos los platos que servían. Cantaban en voz alta cuantas cucharadas de huevas servían a cada cliente mientras el resto animábamos al ritmo de palmadas. La exhibición acabó con un plato sobre el pantalón del americano que teníamos al lado, pero este supo lidiar la situación con una educada sonrisa y el espectáculo continuó sin más incidentes.
Los clientes siguieron entrando: rusos, italianos y gente de países que no supe identificar. Y ahí estábamos, en nuestra particular Torre de Babel, donde personas de diferentes lenguas tratábamos de entendernos mientras disfrutábamos de una encantadora velada. De todos nuestros viajes hemos aprendido que no hay idioma más universal que una sonrisa y por supuesto un trato educado. Y si usted viaja el extranjero y desconoce el idioma local, al menos aprenda a decir estas tres palabras que abren todas las puertas: “perdón”, “gracias” y, por supuesto, “cerveza”.
Disfrutamos mucho de aquella cena. Traté de absorber cada detalle para archivarlo en mi mente en ese lugar que llamo la carpeta de recuerdos agradables. Llegó el final y nos despedimos de los presentes. Una camarera nos acompañó hacia la salida. Por si se lo preguntan, contra todo pronóstico, sobreviví a la odisea de bajar aquella empinada escalera. La agradable camarera nos pidió hacerse un selfie con nosotros, para inmortalizar aquella encantadora cena.
Pero por muy cansados que estuviéramos no teníamos pensado recogernos todavía. Aquella noche aún nos reservaba sorpresas… ¿Cómo no? Estábamos en Japón, el país de los noctámbulos, los turistas y por supuesto, la gastronomía.


Tú,si eres un encanto.
ResponderEliminarOrgullo de hijo 🤗