PUNTO DE FUGA. El apagón, por Charo Guarino

 





En diciembre del 98 un grupo de profesores universitarios españoles acudimos a la Universidad de la Habana, en Cuba, para asistir a un Congreso que organizaban de forma conjunta Elina Miranda, profesora de lenguas clásicas allá, y las Universidades de Murcia y Granada, en la figura de los profesores María Consuelo Álvarez, Rosa María Iglesias, Andrés Pociña y Aurora López. Además de nuestra dedicación a actividades académicas en torno a la pervivencia del mundo clásico grecolatino y la contemporaneidad de los clásicos en el umbral del tercer milenio, tuvimos oportunidad de disfrutar de distintos lugares de la isla, entre ellos la ciudad de Trinidad, donde se había organizado la visita a una fábrica de tabaco. Pero he aquí que se produjo un apagón que nos privó de la actividad programada. Nuestro gozo en un pozo. El incidente nos impidió seguir con los planes previstos —pues no volvió la luz en las dos o tres horas que permanecimos en Trinidad, una de las ciudades coloniales mejor conservadas de toda América—, así que acudimos a tomar un refresco en la pintoresca Plaza Mayor, adoquinada como el resto de lugares del municipio, donde recuerdo se celebraba algo (tal vez simplemente la vida) y gente de todas las edades bailaba despreocupada y aparentemente alegre al son de música en directo con ritmo caribeño que ejecutaba un grupo de personas de cierta edad. 


Al bajar del autobús se había arremolinado a nuestro alrededor un buen número de personas, solicitando cualquier cosa que les pudiéramos dar. Todo valía. En un santiamén me quedé sin bolso después de repartir todo lo que contenía, que prácticamente me fue arrebatado sin que pueda decir que me lo robaran, porque lo doné de buen grado, pero no exagero si escribo que temí quedarme en paños menores, como ya nos había ocurrido en la Habana, ante la, a mis ojos, insólita actitud demandante. 


En Trinidad pude también ser testigo de algo igualmente sorprendente por lo novedoso para mí hasta aquel momento: una anciana de muy avanzada edad, vestida con un largo camisón blanco, estaba sentada en el alféizar de una amplia ventana a nivel de calle, apoyada en la reja desde el interior. Me llamó la atención la figura, a tamaño mayor del que correspondía a un ser humano, de una Virgen rodeada de cirios encendidos que la iluminaban y la hacían destacar más si cabe. La anciana me chistó y me acerqué a ella. Me contó que tenía varias nietas de una edad similar a la mía, y también más jóvenes (tenía yo entonces 30 recién cumplidos), y que a todas ellas les aconsejaba hacerse jineteras. No había oído antes ese término, que ella me dio a entender de forma tan escueta como ilustrativa, diciéndome que era la única opción, no ya de prosperar y salir de la miseria, sino de sobrevivir en un contexto de pobreza y escasez donde hasta la luz eléctrica se iba y venía con frecuencia, paralizando la escasa actividad industrial y ralentizando la vida, que desde luego allí pude comprobar que tenía otro ritmo. Igual que ocurrió el lunes 28 de abril, de un modo tan inesperado como sorprendente, cuando en un pestañeo desapareció el nexo virtual que nos hace creer en el espejismo de la interconexión.

Pensé en mi abuela María, en los tiempos que tantas veces me describió, cuando, en su juventud, se distraían reuniéndose en casas de unos y otros para dedicarse al esperfollo de las panochas de maíz después de las largas y extenuantes jornadas de trabajo, aprovechando esos raticos de asueto para 'pelar la pava'. Cada vez que me lo contaba, una sonrisa se dibujaba indefectiblemente en su cara, difuminando el sufrimiento que había ido acumulando con los años y las experiencias amargas. Era fácil adivinar que, pese a las privaciones y penurias, había sido para ella una época feliz. El progreso a menudo conlleva complicaciones, pues aleja de lo sencillo y tiende a deshumanizar, por más que sea necesario mirar al futuro, y ello implique abandonar usos y costumbres que únicamente por motivos extraordinarios salen del relato para convertirse en realidad, haciéndonos protagonistas excepcionales de épocas pasadas, como si hubiésemos viajado en una máquina del tiempo.


Por motivos de salud me encontraba degustando con fruición un anticipo de la época estival que ya se anuncia, apurando la baja médica justo el día de la vuelta al cole tras las vacaciones de Semana Santa y fiestas de primavera, que este año han caído particularmente adelantadas en el calendario, por lo que la ocasión era singularmente propicia. El apagón general que afectó a toda la península ibérica, el cero energético que nos dejó incomunicados, sin redes ni teléfono, interrumpió repentinamente mi edénica estancia en la Playa de las Higuericas, donde apuraba los últimos días de convalecencia, a los siete días exactos de iniciarse. Entre las sensaciones que se agolparon en mí en un instante había una barrecha de inquietud, sorpresa y temor, como suele ocurrir ante lo desconocido. Esa mañana había querido levantarme a acompañar la salida del sol, como me gusta hacer en verano, sobre todo si me encuentro cerca del mar. Disfruto indescriptiblemente del conticinio y de esa intensidad singular de la noche justo antes de que se inaugure el día. No lo hice porque habíamos trasnochado y pensé dejarlo para el día siguiente. Después me arrepentí, y constaté una vez más que la procrastinación tiene sus riesgos. Ese día me perdí el amanecer, pero a cambio pude gozar de un espectáculo celeste nocturno desacostumbrado que me retrotrajo a tiempos pretéritos, que no olvidados, cuando solo las estrellas y las luciérnagas iluminaban las noches si faltaba la luna.

Al llegar a casa de mi padre, pasadas las cuatro de la tarde, me lo encontré terminando aún de comer, lo que había podido hacer gracias a una improvisada barbacoa que se había visto obligado a preparar para poder cocinarse un plato de sopa y cocerse un huevo. Buscamos velas para poder ver en la oscuridad si se prolongaba la falta de suministro eléctrico, y recuperamos un transistor a pilas que nos sirvió para intentar averiguar qué estaba pasando y a qué se debía la anomalía. Aún no lo sabemos, pero este lunes comprobamos que ante contingencias que escapan a la lógica seguimos estando tan indefensos como cuenta el mito griego de la creación del hombre, cuando Prometeo, apiadándose de nuestra vulnerabilidad, nos otorgó la inteligencia y el uso de la técnica, y la luz del fuego divino nos iluminó y nos dio calor. 

La mañana del 28 de abril, frente al mar, la exhibición aérea de unos aviones, junto al vuelo de las gaviotas y flamencos, me trajo a la memoria la escena de una película de temática bélica ambientada en la segunda guerra mundial que había visto recientemente, y me hizo reparar en que vivimos anestesiados por la familiarización con situaciones de tensión y con conflictos solo en apariencia lejanos. Que somos vulnerables y frágiles, como los gorriones que acudían en pequeño tropel a picotear con prevención los frutos secos que previamente había machacado para ellos, y que en un parpadeo nuestro mundo se puede tambalear y quedar patas arriba. 

La comparecencia de Pedro Sánchez, Presidente del Gobierno, dio cuenta en un minuto y cincuenta y un segundos de cómo súbitamente desaparecieron quince gigavatios de la red, lo que ocasionó una fuerte oscilación en el sistema eléctrico que desencadenó una interrupción generalizada del suministro en toda la península ibérica y zonas de sur de Francia, y mencionó la solicitud formal del nivel tres de emergencia de protección civil por parte de tres comunidades autónomas (Andalucía, Extremadura y Madrid). Murcia, que también la había reclamado, renunció a ella una vez se restableció por completo el suministro, en torno a las doce de la noche, doce horas después de que ocurriera el incidente, cuyas causas continuaban siendo oscuras. No se descartaba ninguna hipótesis mientras se buscaban motivos concluyentes y se pedía no especular y recurrir a fuentes de información fiables, en tanto las fuerzas y cuerpos de seguridad ampliaban su presencia y vigilancia y se rogaba evitar la propagación de bulos y no contribuir a la circulación de fake news, tan frecuentes en redes sociales, alimentadas con fines políticos con la intención de hacer mella en la confianza de los ciudadanos. Entre las recomendaciones generales, se pedía hacer uso responsable del teléfono móvil, o reducir los desplazamientos a no ser que fueran estrictamente necesarios. En los próximos días espero que se llegue a saber con certeza qué ocurrió. Acaba abril con elucubraciones y teorías apocalípticas, junto a hipótesis como la de Efrén Varón, experto en ciberseguridad y delincuencia tecnológica, de que pueda tratarse de un sabotaje.


El desconcierto y la incertidumbre son terreno abonado para que fructifiquen los bulos, y el miedo a la incomunicación en un mundo conectado que tiende al aislamiento pese —o por causa, quizá— de las redes y de la (des)información requiere más que nunca del uso de la inteligencia, el espíritu crítico y la serenidad.


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