Azorín y Vargas Llosa, oxímoron pactado (Discurso de Entrada en la RAE), por Santiago Delgado
La obra de tipo ensayístico del novelista Vargas Llosa revela a un gran lector, que analiza lo que lee, y construye su visión crítica de aquello que lee. Lo cual es notoria virtud en un creador narrativo, que es lo que fue como literato. No es escasa su producción libresca en este campo: – «Gabriel García Márquez: Historia de un deicidio» (1971), «Historia secreta de una novela» (1972), «La novela y el problema de la expresión literaria en Perú» (197), «La orgía perpetua. Flaubert y Madame Bovary» (1975), «José María Arguedas, entre sapos y halcones» (1978) y «El pez en el agua» (1993). A todas éstas hay que añadir su discurso de entrada en la Real Academia Española de la lengua, en 1996, dedicado a José Martínez Ruiz, Azorín. Por supuesto que se editó ese texto, pero su ámbito de distribución, como es natural, no llegó a lo comercial. Quedó en lo Académico ( Discurso_Ingreso_Mario_Vargas_Llosa.pdf ).
En ese texto de apenas 30 páginas, según los generosos cánones editoriales de la RAE, MVLl da una idea cabal de toda la obra del maestro del 98. Y no le duelen prendas en admitir que el sentido novelesco de Don José Martínez Ruiz se halla en los antípodas de su idea y de su realización del discurso narrativo. También su literatura. Pero no es óbice para que la admiración analítica del perspicaz novelista capte todo el ser contenido en la obra del Maestro de Monóvar.
Leerlo me recordó mi lectura de la Historia de la Literatura Española, de Gerald Brenan, Una obra, que no atiende a la entomología literaria de reducir al autor, o la época, a sus cuadrantes de tiempo y escuela, más el añadido de estructura y estilo, según la norma universitaria al uso. Con todo eso, piensan, el tema de estudio queda dispuesto para su digestión por mentes legas. Brenan y Vargas Llosa acuden a la lectura independiente y subjetiva de la obra que leen. Y lo hacen en profundidad y perspectiva, con una personalidad que nos subyuga. Al mismo tiempo no pecan de subjetividad valorativa, por lo que dan en el feliz hecho de que el ensayo literario sea agradable de leer y comprender.
Sin ánimo exhaustivo, he aquí una selección de fragmentos del piurano sobre el monovarense:
Prosa menuda y morosa, la suya.
Aunque “Al Margen de los Clásicos” hubiera sido lo único que escribiera, ese libro solo bastaría para hacer de Azorín uno de los más elegantes artesanos de nuestra lengua.
Nunca ambicionó escribir una obra maestra, como si proponérselo hubiera sido incompatible con su moral de escritor que eligió vivir confinado en el arte menor.
En la vida real todo se mueve, envejece y perece y en las recreaciones de Azorín todo está quieto, es idéntico a sí mismo, ha sido birlado a las leyes de la caducidad y la extinción-
En la vida real existen el de sexo, el amor, la pasión que enriquecen y trastornan las vidas de hombres y mujeres; en esas discretas ficciones de Azorín que son sus artículos y ensayos todo aquello ha sido abolido.
Él reinventaba a los clásicos para el lector desconfiado, el que hojea deprisa los periódicos, rememorándolos en su entorno cotidiano y doméstico.
Azorín supo relatar con soberbia amenidad las maravillas que encierran un poema de Góngora, de Quevedo o de Fray Luis o una novela de Cervantes y las recompensas intelectuales que recibe quien se atreve a enfrentarse a los laberintos retóricos de El Criticón o a las picardías de El diablo cojuelo. Y lo hizo con entusiasmo tan contagioso y tanta belleza que muchos de sus lectores debieron sentirse, como yo mismo, leyendo sus glosas y recreaciones.
También fue un conservador en términos políticos, porque defendió a partidos o líderes de esta tendencia, y, en la etapa final de su vida, incluso, llegó a solidarizarse con el régimen franquista, debilidad que pagaría caro, pues su obra, desde entonces, quedó muy in justamente exorcizada en su conjunto por buena parte de la intelectualidad como «de derechas».
El tiempo azoriniano es una sustancia quieta y visible, en la que los seres y las cosas parecen atajados. Su prosa es intemporal: en ella nada pasa, todo se queda, y, a lo más, gira en el sitio, alcanzando-de este modo, como esos derviches místicos que, girando, girando, invocan a Dios.
Mundo sin tiempo y también sin sexo —porque el de Azorín es uno de los más castos escritores que haya creado la literatura en nuestra lengua— sin grandes ideas ni arrebatos emocionales, pero sensible y sutil como pocos otros, su coherencia y magia son tan grandes que consigue, persuadirnos de que él no es sino mero reflejo, una proyección del mundo real.
Azorín cultivó el teatro, el cuento, el ensayo, la novela y dejó más de cien libros, pero cuatro quintas partes de esa dilatada producción fueron artículos de periódicos, escritos cotidianos para cumplir una obligación, con un tiempo y un espacio prefijados. Si no lo supiéramos, jamás lo creeríamos,
Era un arquitecto literario tan sutil que podía trazar el perfil de una ciudad a través del perfume de las especias impregnado en sus mercados e instalar a sus lectores en el corazón de un pueblecillo manchego, haciéndoles sentir su soledad, su rutina, la sordidez y la secreta grandeza de sus gentes, apenas con unas cuantas frases que, en apariencia, sólo pretendían describir una fuente, un portalón o una viejecita enlutada e intemporal.
En verdad, era un miniaturista, como esos que pintan paisajes en la cabeza de un alfiler o construyen barcos con palitos de fósforos en el interior de una botella. Tenía predilección por lo desdeñado y secundario, por lo que rara vez atrae la atención o se olvida de inmediato, por los seres anodinos y las cosas insignificantes.
Sus libros me estimulan y me emocionan siempre, y que, de tanto asomarme a través de ellos a lo que hizo y lo que fue, he llegado a sentir —a pesar de que sólo lo vi una vez, en 1958, aquí en Madrid, cuando era ya un viejecillo mudo, translúcido y aéreo— que formo parte de su círculo privado, y a considerarlo un grande amigo, uno de ésos cuya aprobación quisiéramos desesperadamente alcanzar para todo lo que escribimos.
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