EL ARCO DE ODISEO. Otra vez en Japón, por Marcos Muelas
Tras 16 horas de vuelo y una escala en China no muy agradable, ¡estaba otra vez en Japón! El país del sol naciente, 14.000 islas, hogar de infinitos dioses y de la reina indiscutible: Hello Kitty. Jet lag, cansancio, dolor de espalda... Nada importaba, de alguna forma poco racional, estaba en donde debía estar.
Tras mis anteriores visitas ustedes pensaran que Japón ya no podía sorprenderme… Pues se equivocan. El país nipón me tenía preparadas múltiples sorpresas.
Incluso repitiendo antiguos destinos estos resultaron ser una novedad ante mis ojos. Las avenidas y callejones que conocía como la palma de mi mano habían adquirido una vida impredecible, desconocida para mí. Los templos y jardines lucían mucho más esplendorosos y solemnes de lo que recordaba. ¿Y cómo no iba a ser así? Era la primera vez que visitaba el país en plena floración, Sakura. Una fantasía irisada abrumaba mis sentidos cual bofetada que te devuelve a la realidad. Toda una gama de verdes, amarillos, rojos intensos… y sobre todo el omnipresente rosa y blanco de los cerezos. Los retorcidos árboles negros que había conocido en los últimos veranos se habían convertido en el hogar de millones de flores. Hice lo posible por plasmarlo todo en mis fotografías, pero de alguna manera era imposible reproducir tanta belleza a través de un objetivo. Segui mi propio consejo desistiendo en la búsqueda de la foto perfecta e intenté grabar en mi cerebro esos paisajes.
Los olores. Ahí estaban de nuevo; el intenso aroma a madera antigua, el incienso, los bosques... ¿Y los sonidos? El continuo descenso de las aguas de los riachuelos, el silbido del viento entre los bosques de secuoyas y bambú, las solemnes campanas apagadas de los templos… Eran los antiguos sonidos de las zonas más tradicionales y a tan solo un paso más, se convertían en los sonidos de la ciudad.
Pero, estoy desvariando, empecemos por el principio. Lo primero que encontré al llegar fue el orden y la limpieza que tanto los caracteriza. A pesar del múltiple trasiego que reciben sus estaciones los suelos estaban limpios, sin rastro de desperdicios, chicles o colillas.
Al entrar en el tren reinaba un respetuoso silencio, sin las voces hablando por teléfono o las ruidosas charlas. En las paradas la gente bajaba de los vagones mientras ordenadas colas esperaban educadamente su turno para acceder al tren. Si en algún momento esta armonía era rota, pueden tener la total seguridad que el culpable era un "gaijin". Esta es una de las palabras japonesas que más me llama la atención. Gaijin significa "persona de fuera", su uso puede ser considerado ofensivo, algo parecido a "guiri". Pero para un japonés no existe el concepto "extranjero", sino que nos ven simplemente como "no japoneses". Aun así, mostrando el respeto adecuado, descubrí una vez más ese espíritu japonés, propenso a ayudar al turista.
Ya se respiraba la magia de Japón y eso que hacía unos minutos que había desembarcado del avión. Mientras me encaminaba en busca de mis maletas recorrí pasillos donde ya habían dispuesto la decoración de primavera. Estábamos en plena floración y el país entero parecía enorgullecerse de ello.
He estado varias veces en Japón y aun así, siempre tardo unos días en acostumbrarme a esos cambios y detalles que hacen único al país. Por poner un ejemplo, en la cinta que transportaba nuestras maletas se situó una trabajadora con un enorme cojín rectangular. ¿Su misión? Amortiguar la caída de nuestros equipajes. Con mimo y eficacia protegió todas las maletas del pasaje.
El paso por la aduana fue rápido y sin incidentes. Pero aún no había llegado a mi destino. Para llegar a Kioto antes tendría que hacer uso del famoso tren bala. Antes de subir al tren tuve que comprar un encendedor, ya que en mi escala en China me habían requisado (no muy educadamente) los míos. No entiendo por qué, pero pusieron un especial hincapié en la búsqueda de encendedores o cerillas. Lo curioso es que en algunos recintos del aeropuerto chino se podía fumar. No sé como el resto de pasajeros habían conseguido pasar (o donde habían ocultado) los encendedores. En fin, que en tuve que esperar a llegar a Japón para poder dar rienda suelta a tan sucio vicio. Tras más de un día sin fumar, aquel cigarrillo me supo a ambrosía, aunque esté mal reconocerlo. Por supuesto, en Japón te multan por fumar en sitios públicos y para poder hacerlo tuve que buscar un lugar habilitado para ello. O sea, un cubículo acristalado y sin techo donde nos acinábamos los yonquis de la nicotina.
Fue en ese momento, entre calada y calada, cuando descubrí que había vuelto a casa, o al menos así me sentía. Comprendí la euforia que debió de haber sentido Ulises al volver a su patria después de la amarga travesía. Mi odisea había sido larga, pero al contrario que mi contrapartida itacense, yo tenía a mi Penélope a mi lado. La aventura acababa de comenzar y, como les adelanté al principio de estas líneas, ni en un millón de años hubiera imaginado lo que estaba por venir...
(Continuará...)
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