CUADERNO DE NAUGRAFIGOS. La niebla y los perros: Historia de un deicidio, por Vicente Llamas
La niebla y los perros: Historia de un deicidio
No soy ferviente lector de Llosa, el boom latinoamericano queda lejos de mis fronteras naturales (el condado de Yoknapatawpha o Comala son más cartografía vital, también el mapa de reflejos del Aleph, no particularmente astilleros o colegios militares Leoncio Prado, aunque reconozco haber atravesado con cierta fascinación túneles, islas a mediodía y tramas de mentiras convertidas en telas de araña para proteger del fuego a los enfermos).
Las dos novelas tempranas del peruano que recorrí, La ciudad y los perros y La casa verde (me faltó, quizá, la catedral para completar una orfandad ya irremediable), son un desafío marginal a la lengua castellana, crisol de laberintos, rayuelas, lanzas coloradas, hojarasca, treguas, casas muertas, auras, tiempos de cólera, informes de ciegos y cosas que deben ser señaladas con el dedo, demasiado recientes para tener nombre (el hielo tiene esa oscura virtud). La visión "desde fuera" y la perspectiva interior, flujos intermitentes de conciencia robando al narrador una enigmática identidad, antes atravesada por estaciones que deforman a esclavos y poetas, la denigración de los perros hasta la venganza del Círculo. Estamos cerca, aún no el deicidio.
Pero hay algo más. Algo más pálido que se deshace sin cesar para resurgir morbosamente de su propia magia como un sucio fantasma que no hallase el modo de cerrar una antigua herida, sosteniéndose apenas en el eco de un horror susurrado de padres a hijos que traspasa sordas geografías: "El primero de la estirpe está amarrado en un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas". Es decir, siguen comiéndoselo, su muerte dura siempre, una muerte ficticia sustituyendo al olvido porque no está hecha de luto, de raíces o sudarios, sino de huellas de nadie que conducen al mismo exilio, la misma habitación secreta, ventanas tapiadas, en la que se congregan los ahogados contribuyendo con sus cuerpos a la hora ciega que reemplaza sigilosamente a la luz.
La materia total: Macondo sin gentes antes de ser barrido por la tormenta, el tiempo circular de padres e hijos traspasándose sueños venenosos, infectados de demonios ... Hijos en los que prolongar la huida, en los propagar la sed, el sexo, la violencia y los demás síntomas de sociedad primitiva que pesan como piedras ("pulidas, blancas y enormes") sobre el milagro. He aquí, pues, la razón de los hijos: cuencos de barro en los que depositar culpas, enterrar vergonzosos pecados, sacudirse miedos, cienos heredados, a su vez, de hijos anteriores (anteriores, no al cieno consustancial, sino a sus propias podredumbres, las que tejen con sus manos como muros para la siguiente generación). Para eso sirven, son el peso de la noche muda, de la lluvia presentida, de la tempestad oculta, peso escondido en el vientre profundo junto a los hijos sin nacer.
El tiempo circular de las semillas que duermen bajo una tierra inhóspita, mitad páramo, mitad hechizo; semillas que hibernan, alimentándose de sequía, de la ausencia de océano corrompiendo la tierra, incubando el hedor que verterán sobre el solsticio al germinar, mientras los anfibios andinos regresan a sus lechos, perseguidos por el hielo, que acude a ellos reclamando su piel, no para deshacer o anudar su respiración, sino para forzarla a encogerse en una de las tres fosas de sus tibios corazones, la más angosta. El inmenso círculo de la novela absoluta, compuesto de otros círculos inscritos que se superponen, confunden sus medrados bordes y se salen de sí mismos, violando la norma velada de lo real objetivo para desembocar en lo invisible, el asedio final.
La forma total: fragmentos de Aleph detonado por vestigios de una visión aristocrática con elementos intermediarios entre esbeltas fuerzas de acción y expiación y narrador omnisciente, impasible, ajeno a la preocupación estética o al drama moral, pero atenazado por infinidad de hechos primordiales que se contraen, sin tejido vivo, hasta formar el vacío necesario para asfixiar a algún personaje liberado, en trance de salirse de esa voz retrasando su historia individual más allá de su casa (más sepultura que vientre) y sus intimidades, reteniendo el sexo para que no se le caiga como un sucio fruto inmaduro sobre cualquier acera en las avenidas del bosque prohibido o se pudra entre las piernas como una piedra seca. Una red de vasos comunicantes por la que discurre la malaria, lo que encubre la mentira, circunstancias que se estrechan para fundirse en una prehistoria morbosa, aliándose a lo real imaginario, cuya hegemonía está definitivamente rota: el silencio del Numa revela el espacio no hollado al que consagrara su vigilia (la palabra que calla dentro: sermo qui intus silet).
Con todo, el deicidio se consumó antes, unas cuantas millas de tierra agrietada y ríos torcidos más arriba, cuatro cuadrantes partidos por caminos secundarios y una línea de ferrocarril; senderos polvorientos donde el suelo es negro y, en medio de la sed esparcida por la llanura, sórdidos núcleos rurales se desgarran como manchas dispersas que salieron de la noche para hundirse de nuevo en ella empujados por desnudos ejércitos de sombras. La amarga marea se impone al hombre, a sus manos capaces, yermas, desorientadas, que el sufrimiento mueve a cerrarse en la plegaria, a ser mundos cerrados, oscuras islas cercanas a los lechos helados de los anfibios.
El ciclo narrativo comienza al noroeste del Mississippi, cuando la gente regresa al frío almuerzo dominical, y algo -"la ausencia de desastre, de amenaza, de cualquier constante desgracia"- permite olvidar el pueblo maldito en que la vida habría de reanudarse, una y otra vez, sobre féretros a punto de hacerse trizas, abruptas analepsis, surcos mágicos de siega amontonada, yacijas profanadas por ángeles cuyas alas son pétalos podridos, núcleos de significado acumulado que, como hilos de una rasgada urdimbre, anudan una trama de abismos abiertos a la muerta esperanza que envuelve el nacimiento y son nociones anteriores al prodigio ciegamente sostenido, ensayos de penumbra que atenúan la morfología hueca del horror. El horror que acecha a los Colson, a Temple Drake, a la negra rosa de Memphis, mixtificados en su estrecha realidad, desvaneciéndose en yuxtaposiciones temporales, inmolaciones, éxtasis obscenos y teatrales confesiones de debilidad que anulan toda referencia estable, toda redención posible. Todo se ha aproximado pavorosamente al crimen, al inútil batir de unas alas concebidas para naufragar, sordos oficios de soledad. La sombra quiere desprenderse del cuerpo que la engendra, seguir su propia senda.
Bundren, Snopes, Compson condenados de antemano a las "rebeldes y sombrías aguas" del río Charles, al fracaso, a la sequía del páramo, a ciudades y fábricas y arrecifes que son siempre de otros, a arroparse en nuevas lágrimas, a sitios que permanecen desiertos (en los que no caben ni siquiera los muertos) y habitaciones que no asoman al océano, a no tener una segunda oportunidad sobre la tierra, a huellas que no llevan a ninguna parte, y así profecía tras profecía, según el río desciende de Jefferson a Comala, de Macondo a Santa María, de Eula Varner a Dolores Preciado, de Úrsula Iguarán a Julia vista por Jorge Malabia, que se acerca para insistir, para acariciar sin ternura, distinguiéndose en ella el hedor de las semillas amarillas del miedo, las dos únicas cosas que no podía disimular cuando parpadeaba con inquietud. De Thomas Sutpen y sus cien millas cuadradas de desolación, arrancadas a los Chickasaw con la violencia con la que arrancara dos hijos a Ellen Coldfield a los que nadie lloraría, más Bon y Clytemnestra (mitad "perversa, inescrutable y paradójica", mitad "crueldad silenciosa e insomne", el "rostro sin sexo ni edad", que no prometía fidelidad más que "al primario principio inamovible de su propia ferocidad"), al coronel Aureliano Buendía y los treinta y dos levantamientos armados que promovió y perdió. De lawd o yessum a mi general sin educación escolar, bendecido por los pájaros pintados y vendidos en el mercado de otoño, con todos los perros entrenados en su contra y todos los buitres comiéndole los ojos a la Antonia una mañana de dunas, la misma en que empezó a ser amada y violada sucesivamente en el cuarto privado del burdel.
La estructura de la realidad fingida es la memoria circular de los árboles, anillos que se estrechan para ser médula y ceniza, fiebre e inmutables decretos de extrañeza que inciden en lo dañado: una pena anterior a lo humano, al yo opaco rodeado de sangre y huesos, de cansancio y aire agotado; verdades paralizadas en conciencias que rumian los mismos nombres, nombres quietos, detenidos en la blanda profundidad de la ausencia antes de exponerse al duelo, y una voluntad ciega que avanza a saltos entre episodios de flaqueza.
La narración flotante disuelve las fronteras del yo para arruinar el tiempo lineal, estático o invertido, la memoria quebrada deja escapar lo irreal que reprimía, nexos oníricos entre borrosos acontecimientos delatan la metamorfosis y los planos temporales se disocian: el futuro está escrito en el pasado en secuencias discordantes de lugares y días. Flujos de experiencia difusa en los que parecen dibujarse las fronteras claras de la sangre, irónicos límites de una identidad simulada en espejos empañados, y las pisadas huecas del azar sobre calles sombrías que traspasan furtivamente el puerto, la miseria, escaleras que anuncian el milagro ... Pero el pasado es la verdadera tragedia, la verdadera geografía, la que pesa sobre las almas que lo heredaron como una densa ciénaga que nunca queda atrás y no las deja avanzar.
Más abajo, la literatura virreinal de la Guerra de los Mil Días y los demonios de la Regeneración:
"Escribir novelas es un acto de rebelión contra la realidad, contra la creación de Dios que es la realidad. Es una tentativa de corrección, cambio o abolición de la realidad real, de sustitución por la realidad ficticia que el novelista crea... Cada novela es un deicidio secreto, un asesinato simbólico de la realidad" (M. Vargas Llosa, García Márquez: historia de un deicidio)
Una pequeña fábula me cautivó hace años. Recuerdo que Tasurinchi y su tribu caminaban sin cesar para que no se cayese la luz. Seguirán haciéndolo, escribidor, mientras la tía Julia aguarda al otro lado de las cosas señaladas con el dedo, dañadas por él al hacerlo.
Descanse en paz el Jaguar con sus naipes.
"Libre de la memoria" y de la idolatría, "ilimitado, abstracto, casi futuro, el muerto no es un muerto: es la muerte" -declaró el poeta de Babel- ... El hablador es ya un muerto "ubicuamente ajeno" al que le llegó la noche con un sueño sencillo y punzante.
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