PASADO DE ROSCA, Mi amigo Germán, un escritor que se diluye Bernar Freiría







Al finalizar sus estudios universitarios, mi amigo Germán Vieitez, barajó en primer lugar la posibilidad de solicitar una beca de posgrado como primer paso para iniciar una carrera docente en la Universidad. Su expediente, sin ser excesivamente brillante, tenía buenas calificaciones como para poder dar ese primer paso y optar a medio plazo a una plaza de profesor universitario. Abandonó pronto la idea. Por una parte, si quería concentrarse en la carrera docente, tenía que abandonar su trabajo en la tediosa oficina en la que obtenía sus sustento, pero como la cuantía de las becas era escasa, eso le habría obligado a depender económicamente de Clara, su mujer. Y a esas alturas la idea le resultaba totalmente inaceptable. Además, Germán no se veía en el papel de académico. Todavía por entonces seguía pensando dedicarse a la escritura de manera creativa y no como un erudito. Seguía teniendo jornada continuada en la oficina y empezó a dedicar las tardes a la escritura. Lo hacía de una manera peculiar, se convirtió en una especie de híbrido atormentado de Bartleby y Pierre Menard.

No se puede decir que no hubiese completado su formación por escasez de lecturas. Había leído mucho, con criterio claro y fina interpretación. Conocía, por supuesto, todos los clásicos españoles e hispanoamericanos y una buena cantidad de grandes escritores centroeuropeos y anglosajones. Curiosamente, eso lo llevaba a flagelarse por tener gustos literarios poco definidos:

—Nunca llegaré a tener un estilo propio —me decía—. ¿No te das cuenta de que me gustan autores demasiado diferentes entre sí?

—Eso no es malo. Cuanto más amplios sean tus gustos literarios más posibilidades de disfrutar tienes.

—No lo entiendes. No hablo de preferencias lectoras. Es que tengo modelos demasiado dispares como para no sentirme esquizofrénico. ¿Qué tiene que ver el pensamiento como objeto de una narración casi sin asidero de eventos como El hombre sin atributos con la excesiva teatralización exasperada del Viaje al fin de la noche cuyo principal valor son sus desesperadas imprecaciones? Y, si no fuese un contradiós, querría ser Musil y Cèline cada vez que los leo.

—Creo que te equivocas. No es necesario que escribas como cada uno de los escritores que admiras. Tienes que encontrar tu propio estilo y eso sólo se hace escribiendo, no leyendo.

—No creas que no lo intento. Pero todo lo que hago me sale vulgar, impropio. No consigo coger altura…

—Déjame ver algo que hayas escrito y yo te prometo ser juez implacable. No es que considere mi criterio como digno de ser tenido en cuenta, pero, al menos, podrás contrastarlo con el tuyo. ¡Venga! Déjame que lea algo tuyo.

—Cuando lo tenga te lo daré.

—¿Pero no me acabas de decir que lo estás intentando? Aunque no esté acabado, déjame lo que tengas.

—Es que nunca conservo lo que escribo. Sólo son abortos malogrados.

—A ver si nos aclaramos. ¿Qué tipo de obras escribes?

—No llegan a ser ni proyectos.

—Cuéntame entonces qué haces, cómo trabajas

Es difícil de ordenar lo que me dijo a continuación. Saqué en conclusión que lo que hacía era “prepararse” para escribir. Leía infatigablemente y luego hacía interminables clasificaciones de autores. Clasificaba, por ejemplo a los autores en Afines y Ajenos. Incluía dentro de la primera categoría a los citados Musil y Cèline y, que yo recuerde, también a escritores tan dispares como Saul Bellow y Giovanni Papini. Y, sin embargo desdeñaba, de modo incomprensible para mí, enviando al limbo de los Ajenos a los álter ego literarios de Musil y Papini, Tomas Mann y Gesualdo Bufalino acusándolos de viejos palabreros. Nunca pude entender a qué obedecía su desdén por la Montaña mágica. Sostenía que el absurdo Setembrini era un remedo impotente de la profunda sabiduría del Ulrich de Musil. Yo trataba de explicarle que por muy profundas que fuesen la cogitaciones contenidas en El hombre sin atributos, lo relatado, desde mi punto de vista, era totalmente plano y le ensalzaba la creación de un clima narrativo crecientemente enrarecido y sutil en la obra de Mann, al que Germán despreciaba.

Me enviaba de vez en cuando unas encendidas cartas en las que me hablaba de su último amor literario. Me pareció que estaba padeciendo una especie de esquizofrenia artística cuando después de sus últimos entusiasmos colocaba en su altar a Nabokov del que idolatraba los “divinos detalles” y la ácida ironía. Poco tiempo después, elevaba en la misma peana a Hölderlin, y más tarde Rilke, para identificarse luego con Cavafis. Lo de Pessoa duró más, se sumergía en un desassocego laberíntico y se entregaba a cada uno de sus heterónimos en vertiginosa sucesión para poder clasificarlos según los sintiese más o menos próximos. Lo terrible era que oscilaba de uno a otro y tan pronto proclamaba la superioridad de Ricardo Reis, como la de Álvaro de Campos o Alberto Caeiro, multiplicando la esquizofrenia del propio Pessoa. Me parecía peligrosa para su creatividad esa búsqueda desesperada de un guía en el que confiaba demasiado, esa identificación total y casi permanentemente cambiante.

Por mi parte, contestaba sus cartas tratando de animarlo a salir de ese estado de perpetua afinación de su instrumento literario. Por aquel entonces yo ya había publicado un libro de poemas, había conseguido colocar varios relatos en dos revistas literarias y tenía avanzada la escritura de mi primera novela. Es decir, estaba en una etapa de febril actividad y, aunque podía entender todos su escrúpulos paralizantes, me resultaba totalmente ajeno su talante. Además de animarlo, me ofrecí incluso para ayudarlo a lograr que publicara sus escritos, a pesar de que empezaba a desconfiar de que llegase alguna vez a ser escritor.

Yo buscaba sacarlo de su espiral y en mis largas cartas, asumiendo el papel de hermano mayor literario, lo invitaba a que continuase, a que no se quedase empantanado en una simple y estéril página de ensayo. Que prolongase su discurso; que, sin las cortapisas que él mismo se ponía, se atreviese a lanzarse sin reparos a escribir folios y folios imitando a sus modelos. Argumentaba que cuántos Yoknapatawpha se habían creado a este lado del Atlántico y que hasta el Mendo o el Baralla pueden tener tanto caudal literario como el Mississippi. Faulknerianos y joyceanos larvados, le decía, hay por todas partes adonde mires. Que la imitación no está prohibida como aprendizaje a partir del que se puede, poco a poco, ir encontrando la propia voz.

En lugar de hacerme caso, como yo me temía, le dio una nueva forma a su obsesión. Me telefoneó un día, cosa bien rara en él, para asegurarme, en un tono eufórico que no le había oído en mucho tiempo, que había llegado a la conclusión de que debía perfeccionar su prosa y que para eso le resultaba imprescindible profundizar en los estudios de gramática. Durante una temporada, la posición del adjetivo en el sintagma nominal, las perífrasis verbales de infinitivo o las relaciones entre morfología y sintaxis ocuparon sus ansias y sus horas. Era una forma mucho más benévola de manía. Le permitía el aplazamiento sin culpabilidad y podía seguir ocupándose de la escritura con toda intensidad. Por si hubiese albergado alguna duda, su última deriva hacia la gramática acabó de convencerme de que había muy pocas posibilidades de que de su pluma saliese alguna vez algún tipo de obra literaria. Sin embargo, guardo sus cartas como una muestra de una prosa de altísimo valor. Todas sus luchas con el estilo y posteriormente con la gramática tuvieron el efecto del esmeril sobre su verbo que paulatinamente iba adquiriendo una pureza diamantina. El resultado era una escritura totalmente transparente, tersa, limpia, sin adorno ni concesión. Cada frase parecía haber sido reducida hasta no poder suprimir nada en ella. Cuando usaba periodos largos —siempre había sido muy aficionado a las interminables subordinaciones ciceronianas—, apenas se notaba su longitud, las frases se iban encadenando de un modo tan natural que jamás se perdía el sentido en las transiciones. Curiosamente, su escritura iba mejorando en la medida en la que la escritura no aparecía como tema central en ella. Sus últimas cartas de esta época se leían con placer y recuerdo tener permanentemente dibujada en los labios una sonrisa mientras las disfrutaba. En ellas hablaba de sí y lo hacía con claridad. Decía que había agotado un periodo y que estaba necesitando salir al exterior. Santiago le estaba resultando un lugar extraño y nunca como hasta entonces le había parecido un ciudad clausurada. Hacía constantes escapadas a Vigo e iba saliendo poco a poco de su enclaustramiento. Antes de que se plantease comenzar una vida nueva, yo ya había adivinado por sus cartas que algo en él pugnaba por salir. No me sorprendió cuando me dijo que dejaba Santiago y la oficina y que se iba a vivir a Vigo para emprender un negocio. Aunque no me lo decía, ya entonces comprendí que Clara y Beatriz, su hija, entraban en el mismo lote; lo mismo que sus proyectos literarios.

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