EL ARCO DE ODISEO: Nieve gris, por Marcos Muelas.


 Con cada paso sus pies se hundían en el suelo irregular. La nieve se había convertido en una masa de barro resbaladizo tras el trasiego de la mañana. Yoel cargaba con un peso equivalente al suyo propio que aunque no era gran cosa, bastaba para dejarlo exhausto. Cualquier otro, si pensara más a fondo en lo que estaba transportando, podría perder la cabeza. Pero, no era su caso. Su realidad se había convertido en una paleta de colores donde predominaban los grises opacos. Sin sentimientos, sin alegrías ni penas, era mejor así si quería seguir adelante.

Yoel había tenido el privilegio o maldición de ser seleccionado miembro del destacamento Arbeitsjuden “judíos de trabajo”. El único mérito por el que había obtenido ese privilegio era el hecho de no parecer tan enfermo y desnutrido como el resto compañeros que viajaban en su mismo vagón al llegar al campo de concentración. Su padre y hermanos, más desgastados por meses de hambruna, no corrieron la misma suerte.

Desde entonces había confeccionado una coraza para protegerse de la locura y el terror que le rodeaba. Intentaba no pensar en los cuerpos que transportaba, pero de vez en cuando no podía evitar encontrarse con los rostros de los caídos; muecas de horror que revelaban una muerte atroz, indigna para cualquier ser vivo. Suspirando y jadeando llegó al borde del agujero. Con un último esfuerzo tiró la carga a su interior. El cuerpo inerte dio dos vueltas antes de caer sobre el resto de cadáveres congelados. Uno menos, pensó mientras divisaba más camiones que llegaban rebosantes de muerte. En una ocasión, uno de los prisioneros que le acompañaban en su labor dio la voz de alarma al descubrir que uno de los cuerpos aún se movía dentro de la fosa común. El oficial al mando se encogió de hombros y ordenó que siguieran con el entierro colectivo. Yoel comprendió que no iban a desperdiciar una bala para ahorrarle sufrimiento.

En eso se había convertido su monotonía: cavar agujeros donde tirar muertos. En ocasiones se preguntaba cómo habían podido llegar a esto. En una vida, que ahora le parecía muy lejana, Yoel era un reputado profesor en una universidad de Frankfurt. Un día decidieron que su religión le hacía indigno de ese puesto. De ahí, arrastrado por una espiral de injusticias, fue arrojado hasta el infierno helado en el que ahora se arrastraba. Como peón, un engranaje más de la maquinaría de muerte en la que se había convertido su sociedad, viviría un día más, al menos mientras fuera de utilidad. Todo el procedimiento era supervisado por los soldados armados. Yoel no sabía bien qué pensar de ellos. No es que fuera un ingenuo, algunos de ellos manifestaban una clara devoción por su trabajo, añadiendo toda la crueldad innecesaria que les fuera posible. No, a esos los tenía más que calados. Los que de verdad le llamaban la atención eran aquellos soldados de mirada esquiva, que intentaban no relacionarse con los presos en la medida de lo posible. Quizá hubiera en ellos un ápice de humanidad que les hacía arrepentirse de sus actos. De ser así, ya estaban muertos. Entraban dentro del grupo de los que en un futuro acabarían con el cañón de su propia Luger en la boca. Para ellos no habría paz ni descanso, ni en esta vida ni en la siguiente.









Comentarios

  1. Rafael Hortal Navarro1 de enero de 2023, 0:44

    Magnífico relato de una crueldad histórica

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